miércoles, 22 de abril de 2015

La Madre - Vsevolod Pudovkin (1926) (Película)



"La madre" Es una película del cine mudo soviético que se estreno en 1926 bajo la dirección de Vsevolod Pudovkin. La película, al igual que la novela, narra la historia del joven obrero que se vuelve socialista y participa en el movimiento obrero-campesino de 1905. 


En su momento la novela fue creada por Gorki como una guía y, usando a su protagonista Pavel, como un ejemplo que los demás jóvenes debían que seguir. Ya que Pavel formaba parte de un grupo socialista y era el líder obrero de la fabrica en donde trabajaba. 



La madre de Pavel termina por volverse activa en el movimiento. Pasa de ser una simple mujer que era golpeada por su marido para convertirse en una mujer que toma conciencia de la propia situación social.






domingo, 7 de diciembre de 2014

"¿Qué hacer? Gente nueva" de N. G. Chernishevski



"¿Qué hacer? Gente nueva"  de N. G. Chernishevski  


A continuación les presento un capítulo de la obra ¿Qué hacer? de Chernishevski. En este capítulo se expone el prototipo de hombre que llevaría a Rusia y al mundo entero a una nueva era. Es el hombre que se entrega completamente a la causa de la revolución social, el hombre radical  que renuncia a los placeres de la vida para entregarse a un modo de vida muy simple.
Esta obra marcó a toda una generación en los años 60´s  del siglo XIX en Rusia, sobretodo influyó en estudiantes de la época y más tarde se le considero una obra fundamental para todo aquel que decidiera dedicarse a la causa de la revolución.
 


 
XXIX

UN HOMBRE EXTRAORDINARIO.

Tres horas después de marcharse Kirsánov, Vera Pávlovna recapacitó, y una de sus primeras conclusiones  fue que no podía abandonar el taller a su suerte. Aunque siempre había tratado de demostrar que éste marchaba por su propio pie, sabía que era tan sólo una ilusión suya  y que la obra emprendida necesitaba una mano rectora, sin la cual se vendría abajo. Por otra parte, la empresa se asentaba ya sobre una base firme, y su dirección no requería un trabajo extraordinario. Mertsálova (explicar quién es) tenía dos hijos, pero podía dedicar a la administración del taller el tiempo necesario: una hora u hora y media al día. Incluso no era preciso que fuese diariamente. De fijo que no se negaría, pues ya consagraba bastantes esfuerzos al taller. Vera Pavlovna comenzó a seleccionar lo que habría de vender y mando a Masha a llamar a Mertsálova y a casa de Rajel, traficante de ropa vieja y en enseres de toda clase. Rajel, una de las hebreas más aprovechadas del mundo, pero amiga de Vera Pávlovna, era con ella honrada a carta cabal, como lo son casi todos los pequeños comerciantes judíos con la gente de bien. Rajel y Masha debían ir al domicilio de Vera Pávlovna en Petersburgo, recoger la ropa y los utensilios que allí quedaban, pasar por la peletería donde Vera Pávlovna había dado a guardar sus abrigos durante el verano y, después, con todo el cargamento, presentarse en la casa de campo a fin de que Rajel lo tasara tranquilamente y lo comprase todo.
Cuando Masha salía se encontró con Rajmétov, que llevaba cerca de media hora deambulando por los alrededores de la casa.
-¿Se va usted, Masha? ¿Tardara en volver?
-Sí, por lo visto no regresare hasta bien anochecido. Tengo muchas cosas que hacer.
-¿Está sola Vera Pávlovna?
-Sí, señor.
-Entonces pasaré y le haré compañía por si acaso necesita algo.
-Tenga la bondad. A mí me daba reparo dejarla sola. ¡Ah!, se me olvidada, señor Rajmétov: haga el favor de llamar a alguna vecina; hay allí una cocinera y una niñera que son amigas mías. Pídales que sirvan la comida, pues Vera Pavlovna no ha almorzado aún.
-No importa. Yo tampoco he comido. Comeremos juntos. ¿Y usted, ha comido?
-Sí señor. Vera Pávlovna no me dejo salir sin comer.
-Ya hay una cosa buena, por lo menos. Yo creía que, enfrascada en sus problemas, se olvidaría hasta de esto.
Todos temían un poco a Rajmétov. Todos menos Masha y aquellas personas  que por su carácter y su indumentaria eran tan sencillas como ella a mas aun. Incluso Lopujov, Kirsánov y otros que no tenían miedo  a nada ni a nadie experimentaban a veces cierto temor ante él. Rajmetov se mantenía muy alejado de Vera Pavlovna, que  le consideraba aburridísimo, y nunca buscaba la compañía  de ella. Pero era el favorito de Masha, aunque se mostraba con ella menos afable y locuaz  que el resto de los contertulios asiduos.
-He venido sin que me llamen, Vera Pavlovna –comenzó Rajmetov-, pero he visto a Alexander Matveievich y lo sé todo. Por eso he creído que tal vez pueda serle útil en algo y he resuelto pasar con usted la tarde.
Sus servicios podían ser de utilidad inmediatamente, ayudando a seleccionar y empaquetar ropas y trastos. A cualquier otro, Vera Pavlovna le habría solicitado ayuda, y él mismo la habría ofrecido; sin embargo a Rajmetov no se la pidió ni él la ofreció. Vera Pavlovna se limitó a estrecharle la mano y a decirle sinceramente que le agradecía mucho la atención.  
-Estaré en el gabinete – dijo él-. Si me necesita para algo, llámeme. Y si alguien viene, yo abriré la puerta. Usted no se preocupe.
Dicho esto, se marchó tranquilamente al gabinete, sacó del bolsillo un gran trozo de jamón y un pedazo de pan negro que juntos pesarían una cuatro libras, sentóse, se lo comió todo procurando masticar bien, se bebió media botella de agua, se acercó a las estantería de libros y comenzó a buscar alguno para entretenerse. “Lo he leído…”, “No es original…”, “No es original…”, “No es original…”, “No es original…” –fue diciendo. Aquel repetido “No es original” se refería a libros como los de Macaulay, Guizot, Thiers, Ranke y Gervinus. “¡oh, qué bien que he encontrado esto!” –exclamó para sí al leer en el lomo de varios libros voluminosos: Obras completas de Newton. Hojeando rápidamente los tomos, halló lo que buscaba y pronuncio con una sonrisa de satisfacción. “Por fin, por fin encuentro Observations on the Prophethies of Daniel and the Apocalypse of St. John (es decir, Observaciones sobre las profecías de Daniel y el Apocalipsis de San Juan). Hasta ahora carecía de conocimientos profundos en esta rama del saber. Newton escribió estos comentarios en su vejez, medio alienado y medio cuerdo: ejemplo clásico de entrelazamiento de la demencia y la cordura.[1] Es un problema de importancia histórica mundial. Esta mezcla se nota, son excepción alguna, en todos los acontecimientos, en casi todos los libros y en casi todas las cabezas. Pero aquí debe manifestarse, en forma acabada, el más ingenioso y normal de todos los entendimientos  que conocemos y, entrelazada con él, una locura indiscutible y reconocida. Así, pues, es una obra maestra en su género. Los rasgos más sutiles del fenómeno general deben ser aquí mucho más tangibles que en cualquier otra parte, y nadie puede poner en duda que se trata precisamente de una mezcla de locura e inteligencia. Es un libro digno de estudio”. Comenzó a leer con fruición aquella obra, que quizá nadie hubiera leído en los últimos cien años, salvo los correctores que intervinieron en su impresión. Para otro que no fuera Rajmetov, leer tal libor equivaldría a comer arena o serrín. Pero a él le gustaba.
Gente como Rajmetov hay muy poca. Hasta ahora he encontrado solo ocho ejemplares de esta raza, entre los que figuraban dos mujeres. No tenían de común más que un rasgo. Había entre ellos individuos blandos y rigurosos, sombríos y alegres, diligentes y flemáticos, inconmovibles y propensos a las lágrimas (conocí  a uno de rostro severo, cuya ironía rayaba en el cinismo, a y otro con cara  de corcho, taciturno e indiferente a todo; ambos lloraron en mi presencia varias veces, como mujeres histéricas, sin motivo de índole personal, sino hablando de cosas diversas; estoy seguro de que a solas lloraban con frecuencia). Como antes dije, no se parecían más que en un rasgo, más éste bastaba para unirlos en una sola especie y destacarlos del resto. De aquellos con quienes tuve intimidad me reía cuando estaba con ellos a solas; ellos se enfadaban o no se enfadaban, pero también se reían de sí mismos. verdaderamente, resultaban muy divertidos. En ellos era peregrino todo lo principal, lo que los convertía en individuos sui generis. Me gusta reírme de esta clase  de gente.
La persona que encontré entre los conocidos de Lopujov y Kirsánov, y de la que hablare aquí, constituye una demostración viva de que las palabras pronunciadas por Lopujov y Alexéi Petróvich acerca de las propiedades del suelo, durante el segundo sueño de Vera Pávlovna, necesitan una enmienda: la de que, sea cual fuere la naturaleza del suelo, puede haber en él minúsculos terrones aptos para la germinación de espigas sanas. La genealogía de los personajes principales de mi narración –Vera Pávlovna, Kirsánov y Lopujov- no se remonta, en rigor, más allá de los abuelos y abuelas; a duras penas puede añadirse la bisabuela (el bisabuelo está envuelto en la niebla del olvido, y de él no se sabe sino que fue marido de la bisabuela   y que se llamaba Kiril, porque el abuelo era Guerásim Kirílovich). De Rajmétov sabemos que descendía de una familia conocida desde el siglo XIII, es decir, de una de las más antiguas, no solo en Rusia, sino en toda Europa. Entre los caudillos militares degollados con sus tropas en Tver por intentar, según dicen las crónicas, convertir a la gente a la religión de Mahoma (intención que, seguramente, no tenían)y, en realidad, por oprimir al pueblo, se encontraba Rajmet. Al hijo del tal Rajmet y de una rusa, sobrina del gran mariscal de la corte Tver y del mariscal de campo, a la que Rajmet hizo su mujer por la fuerza, se le perdonó la vida en atención a su madre, siendo bautizado con el nombre de Mijaíl en ligar del de Latif, que llevaba hasta entonces. De este Latif-Mijaíl descendían los Rajmetov. En Tver fueron boyardos; en Moscú no pasaron de grandes oficiales de la Corona; y en Petersburgo, en el siglo anterior, fueron generales en jefe (naturalmente, no todos, ni mucho menos: la familia, ramificadísima, era más numerosa que los puestos de tal categoría). El tatarabuelo de nuestro Rajmetov fue amigo de Iván Shuvalov, quien le saco de la desgracia en que había caído por su amistad con Minij. Su bisabuelo sirvió con Rumiantsev, alcanzo el grado de general en jefe y fue muerto en Noví. Su abuelo acompaño al zar Alejandro a Tilsit y hubiera llegado más alto que ninguno, pero pronto malogró su carrera por haber trabado amistad con Speranski[2].   Su padre sirvió en el ejército sin grandes éxitos ni reveces; a los cuarenta años, siendo teniente general, se retiró y se fue a una de sus fincas, dispersas por el curso superior del rio Medvéditsa. Las fincas no eran muy grandes (unos dos mil quinientos siervos en total), y el ocio en la aldea le dio muchos hijos, ocho o nueve, de los cuales nuestro Rajmetov era el penúltimo; solo le seguían una hermana.  De ahí que el Rajmetov que conocemos no recibiese una gran herencia. Su padre le dejó unos cuatrocientos siervos y siete mil desiatinas  de tierra. Nadie sabía lo que había hecho con los siervos y con cinco mil quinientas desiatinas. Es más, todos ignoraban que se había quedado con mil quinientas desiatinas, cuyo arriendo le proporcionaba alrededor de tres mil rublos de renta. Nadie lo supo mientras vivió entre nosotros. Nos enteramos después. Hasta entonces sospechábamos, naturalmente, que pertenecía a la familia de los Rajmetov, entre los cuales había numerosos hacendados  ricos que, en total, tenían cerca de setenta y cinco mil siervos en sus fincas, situadas en el curso superior de los ríos Medvéditsa, Jopior, Surá y Tsna, eran perpetuos jefes distritales de aquellos parajes y, ya el uno, ya el otro, mandaba en algunas de las tres provincias enclavadas junto a los ríos citados. Sabíamos que nuestro Rajmetov gastaba anualmente unos cuatrocientos rublos. Para un estudiante de aquella época era mucho, más para un propietario, miembro de familia tan acaudalada, resultaba demasiado poco. De ahí que cada uno de nosotros, nada propensos a meternos en semejantes indagaciones, decidiese para sí que nuestro Rajmetov procedía de una rama arruinada de dicha familiar y que era hijo de algún consejero del Fisco, el cual había dejado a sus descendientes un capital insignificante. ¿Quién iba a interesarse por tales cuestiones?
En el momento en que lo conocimos, Rajmetov tenía veintidós años. Comenzó a estudiar a los dieciséis, pero estuvo tres años sin asistir a clase en la universidad: se marchó del segundo curso, se fue a su finca, tomo posesión de ella, venciendo la resistencia del tutor y ganándose el anatema de sus hermanos, y consiguió, incluso, que los maridos de sus hermanas prohibieses  a estas pronunciar su nombre; recorrió luego Rusia de distintas maneras, por tierra y por agua, por procedimientos ordinarios y extraordinarios –por ejemplo, a pie y en barca- y pasó mil peripecias que él mismo buscó. Rajmetov matriculo a dos muchachos en la Universidad de Kazán y a cinco en la de Moscú, corriendo con todos los gastos de sus estudios; en la de Petersburgo, donde vivía él, no metió a ninguno, y por eso nadie de nosotros sabía que su renta no era de cuatrocientos rublos, sino de tres mil. De ellos nos enteramos posteriormente. Como íbamos diciendo, desapareció durante largo tiempo y, dos años antes del momento  en que le vemos sentado en el gabinete de Kirsánov leyendo la interpretación del Apocalipsis escrita por Newton, regreso a Petersburgo en ingreso en la Facultad  de Filología en vez de matricularse en la de Ciencias  Naturales, donde estudiaba antes de irse. 
Pero, si bien ninguno de los conocidos de Rajmetov en Petersburgo tenía noticia exacta de sus vínculos familiares y de su situación económica, todos los conocían por dos apodos. Uno de ellos ha figurado ya en nuestra narración: el de “Rigorista”. Rajmetov lo acogía con su habitual y ligera sonrisa de adusta satisfacción. Pero cuando le llamaban Nikitushka o Lómov –o por el apodo completo: Nikitushka Lómov-, sonreía con franqueza. Y no le faltaba la razón para ello, pues era su fuerza de voluntad, y no la naturaleza, la que le había dado derecho a llevar este nombre, conocido entre millones, aunque su fama se extiende tan sólo en una franja de cien verstas de anchura, que atraviesa ocho provincias. A los lectores del resto de Rusia habrá que explicarles su significado. Nikítushka Lómov, sirgador del Volga quince o veinte años atrás, era un gigante de unos dos metros y de fuerza hercúlea, tan fornido, que pesaba quince puds, aunque no era gordo, sino robusto. De su fuerza había un hecho: ganaba el jornal de cuatro sirgadores. Cuando el barco se detenía en algún puerto y él iba al mercado –o al bazar, como se dice en la región del Volga-, los chiquillos gritaban por las callejuelas:
“Ahí viene Nikítushka Lómov, ahí viene Nikítushka Lómov”. Todos corrían a la calle que iba del atracadero al mercado, y la muchedumbre seguía a su héroe.
Desde el punto de vista físico, Rajmetov era a los dieciséis años, cuando llego a Petersburgo, un muchacho corriente, bastante alto y vigoroso, pero nada extraordinario por su fuerza: de diez jóvenes de su edad, dos le habrían vencido. Sin embargo, a los dieciséis años y medio  pensó que debía fortalecerse físicamente. A tal objeto empezó a practicar la gimnasia. Pero como ésta no sirve sino para perfeccionar músculos ya existentes, había que crear los músculos; para ello comenzó a dedicar varias horas diarias a sus trabajos de fuerza: acarrear agua y troncos, a cortar leña, a aserrar madera, a picar piedra, a cavar tierra y a forjar hierro. Se ejercitó en innumerables faenas, cambiando a menudo, porque con cada nuevo trabajo se desarrollan determinados músculos. Se impuso en la comida un régimen de boxeador, alimentándose exclusivamente de comestibles indicados para estimular la fuerza física, ante todo de bifteks casi crudos. Sistema que jamás abandonó. Al año de imponerse tal régimen y tales ejercicios, emprendió su peregrinación, la cual le deparo muchas oportunidades de incrementar su fuerza física: trabajó de gañan, de carpintero, de barquero y en otros oficios; una vez recorrió como sirgador todo el Volga, desde Dúbovca hasta Ribinsk. Si hubiera dicho que quería meterse de sirgador, esto habría parecido el colmo del absurdo al dueño del barco y a los sirgadores, y no le habrían admitido. Pero él tomó pasaje como viajero, trabó luego amistad con los trabajadores, empezó a ayudarles a tirar de la sirga y al cabo de un mes se enganchó en ella como uno más. Pronto advirtieron lo bien que tiraba; probaron fuerzas y arrastro a tres juntos e incluso a cuatro de sus más forzudos compañeros. Tenía entonces veinte años, y sus colegas  de cuerda le dieron el sobrenombre de Nikitushka Lómov en memoria del héroe desaparecido ya. Al verano siguiente, yendo en un barco, lo vio uno de los viajeros de tercera que en gran número se agolpaban en cubierta. Era uno de sus compañeros de trabajo del año anterior. Por él, los estudiantes que iban con Rajmetov supieron que tenía el apodo de Nikitushka Lómov. Efectivamente, había adquirido una fuerza descomunal y la cultivaba sin reparar en tiempo y en medios. “La necesito –decía-. Granjea el respeto y el cariño de la gente humilde. Es útil y puede hacerme falta”.
Esto se le metió en la cabeza entre los dieciséis y los diecisiete años, porque desde entonces comenzó a desarrollarse en él su rasgo peculiar. A los dieciséis años llego a Petersburgo, recién salido del liceo, en el que estudio con aprovechamiento. Era un adolescente bondadoso y recto. Paso tres o cuatro meses como suelen pasarlos los universitarios novatos. Pero al saber que había entre los estudiantes cerebros privilegiados, que no pensaban como los demás, se interesó por ellos, enteróse de los nombres de cuatro o cinco (por aquel entonces había pocos) y procuro entrar en relaciones con alguno.  Conoció a Kirsánov, y se inició su transformación en un hombre extraordinario, en el futuro Nikitushka Lómov y en el “Rigorista”. Oyó, ansioso, a Kirsánov la primera noche, lloro, interrumpió sus palabras con maldiciones a lo que debía morir y con bendiciones a lo que debía vivir. “¿Qué libros debo leer para empezar?” –preguntó. Kirsánov le indico los más apropiados. A las ocho de la mañana del día siguiente, Rajmetov estaba ya paseando por la avenida Nevski, desde la calle Admiraltéiskaia hasta el puente Politseiski, a la espera de que abriesen la primera librería alemana o francesa; compro la literatura recomendada y se pasó leyendo sin interrupción más de tres días (ochenta y dos horas en total: desde las once de la mañana del jueves hasta las nueve de la noche del domingo). Las dos primeras noches no tuvo que tomar nada para pasarlas en vela; la tercera se tomó ocho vasos de café cargadísimo, y para la cuarta no le quedaron fuerzas: cayó al suelo y durmió alrededor de quince horas. Una semana más tarde se presentó a Kirsánov, pidiéndole que le recomendase nuevos libros y le diese algunas explicaciones. Se hizo amigo suyo y, luego, por su mediación, trabo amistad con Lopujov. Seis meses después, aunque solo tenía diecisiete años, mientras que Lopujov y Kirsánov habían cumplido veintiuno, ninguno de los dos le consideraba ya un adolescente en comparación con ellos. Rajmetov era ya un hombre extraordinario. 
¿Qué premisas había en su vida? No muchas, pero sí  algunas. Su padre fue un hombre despótico, inteligentísimo, muy instruido y, aunque honrado, ultraconservador, por el estilo de Maria Alexeievna. Rajmetov sufría, pero esto era lo de menos. Le causaban más pesar los padecimientos que el carácter de su padre acarreaba a su madre, persona bastante sensible. Además, el muchacho veía lo que pasaba en la aldea. Mas tampoco esto hubiera tenido importancia. Para colmo de males, a los quince años se enamoró de una de las amantes de su padre. Hubo un incidente, en el que fue ella quien llevó la peor parte. A Rajmetov le daba lastima la mujer perjudicada por culpa suya. Aquellas ideas lo atormentaban, y Kirsánov desempeño en su vida el mismo papel liberador que Lopujov en la de Vera Pavlovna. Así, pues, tenía antecedentes; mas para convertirse en un hombre extraordinario, lo principal  era, por supuesto, la naturaleza. Algún tiempo antes de abandonar la universidad y de marcharse a su finca, primero, y a sus correrías por Rusia, después, adopto en su vida material, moral e intelectual principios originales que, a su regreso, habían evolucionado ya hasta convertirse en un sistema acabado, al que se atenía invariablemente. Rajmetov se dijo a sí mismo: “No beberé una gota de vino ni tocaré a una mujer”. Pero su ardiente naturaleza objetaba: “¿A qué vienen esos extremismos? ¿Qué necesidad hay de ellos?” – “Hay necesidad. Propugnamos que el hombre pueda gozar plenamente de la vida. Con la nuestra debemos demostrar que no lo exigimos para satisfacer pasiones propias, que no lo pedimos para nosotros, sino para el hombre en general, que hablamos sólo por principio y no por apetencias: por convicción y no por interés personal”.
Inspirándose en tales ideas, eligió el modo de vida más riguroso. Para transformarse en Nikitushka Lómov, y para seguir siéndolo, necesitaba comer mucha carne de vaca. Y él la comía; pero le daba lastima gastar aunque sólo fuese un kopek en otros alimentos. Tenía dicho a su patrona que comprase la mejor carne de vaca para él; y las demás cosas que comía eran de las más baratas. Renuncio al pan blanco y, en su casa, no comía más que pan negro. Se pasaba semanas enteras sin probar un terrón de azúcar y meses sin ver la fruta, la ternera o el pollo. Nunca compraba nada semejante: “No tengo derecho a gastar el dinero en caprichos sin los cuales puedo pasar”. Y eso que, de pequeño, estaba acostumbrado a comer bien y tenía un gusto exquisito, según lo evidenciaban sus observaciones respecto a diferentes platos. Cuando lo invitaban, comía de buena gana muchas cosas que no se permitía en su propia mesa; y otras no las tocaba ni en casa ajena por un motivo fundamental: “Lo que come el pueblo sencillo, aunque sea de tarde en tarde, puedo comerlo yo en algunos casos. ¡Lo que es inaccesible a los humildes debo prohibírmelo! Así sabré hasta qué punto viven peor que yo”. Por eso, si servían manzanas, las probaba de buena gana; si albaricoques no; en Petersburgo no rehusaba las naranjas; en provincia, si, porque en Petersburgo las compra la gente pobre, y en provincia, no. Comía tartas rellenas porque “un buen pastel no es peor que una tarta, y la gente humilde prueba el hojaldre”, pero rechazaba las sardinas. Aunque amante de la elegancia, se vestía muy pobremente y en todo lo demás llevaba una existencia espartana. Por ejemplo, no usaba colchón, y dormía sobre un trozo del fieltro que ni siquiera doblaba.
Tenía un cargo de conciencia: no había dejado de fumar. “Sin un cigarro, me parece que soy incapaz de pensar –decía-. Si verdaderamente es así, hago bien. Pero tal vez sea falta de voluntad”. Como no podía fumar tabaco malo, pues su formación aristocrática se lo impedía, gastaba en este vicio unos ciento cincuenta rublos de los cuatrocientos de su presupuesto. Su “abominable debilidad”, como el la llamaba, permitía a los demás contrarrestar en cierto modo su crítica. Si cargaba la mano, el criticado replicaba: “La perfección es imposible; la prueba está en que tu fumas”. Y Rajmetov arreciaba en sus diatribas moralizadoras con fuerza redoblada, pero ya dirigía la mayor parte  de los reproches a su propia persona y, aunque no olvidaba del todo a su interlocutor, sobre éste caían menos acusaciones.
Rajmetov atendía infinidad de asuntos porque, en cuanto al tiempo, se había impuesto el mismo principio: desterrar todo capricho. No dedicaba mensualmente ni un cuarto de hora al recreo ni necesitaba descansar: “Me ocupo de muchas cosas. El cambio de ocupación es para mí un descanso”. Con sus camaradas, que solían reunirse en casa de Kirsánov o de Lopujov, se veía con la frecuencia indispensable para mantener unas relaciones estrechas: “Lo necesito. La vida diaria demuestra la conveniencia de mantener estrechos vínculos con cierto número de gente, pues hay que tener siempre al alcance de la mano fuentes vivas de conocimientos”. Salvo esta tertulia, jamás visitaba a nadie como no fuera para tratar asuntos y no se detenía más de la cuenta. Tampoco recibía a nadie sin necesidad ni permitía que nadie permaneciese en su casa más de lo estrictamente preciso, declarando sin rodeos: “Ya hemos tratado de su asunto. Permítame ahora que me dedique a los míos. Dispongo de muy poco tiempo”.
Durante la primera época de su transformación estaba casi siempre leyendo. Pero esto duro poco más de seis meses. Apenas noto que se había acostumbrado a pensar en consonancia con los principios que estimaba justos, se dijo: “La lectura pasa ahora a segundo plano.  Desde este punto de vista, estoy ya preparado para vivir”. Y comenzó a dedicar a los libros solamente el tiempo libre de otras ocupaciones, tiempo que, dicho sea de paso, era muy reducido. No obstante, Rajmetov iba enriqueciendo sus conocimientos con rapidez asombrosa. A los veintidós años era ya un hombre de notable erudición, porque también en esta esfera se había impuesto una ley: ni lujos ni caprichos; lo necesario y nada más. ¿Qué era lo necesario? Él decía: “De cada materia se han escrito muy pocas obras fundamentales; en todas las demás de repite, se empequeñece y se estropea lo que estas pocas contienen de manera mucho más completa y más clara. Hay que leer únicamente estas; cualquiera otra lectura significa perder el tiempo. Tomemos la literatura rusa. Leo ante todo a Gogol. En miles de otras obras miro cinco líneas en cinco páginas distintas, y con ello me basta para cerciorarme  de que allí no encontrare más que una adulteración de Gogol. ¿Para qué voy, pues a leerlas? Lo mismo sucede con las ciencias. En ellas es más tajante aun la división. Habiendo a Adam Smith, a Malthus, a Ricardo y a Mill, conozco el alfa y omega de esta rama y no necesito leer a ninguno de los centenares de economistas que existen y han existido, por famosos que sean. Cinco líneas de cinco páginas me bastan para ver que no hallaré en sus obras ninguna idea nueva y original.  Todo en ellas es plagio y tergiversación. Leo únicamente lo original y solo en la medida necesaria para conocer esta originalidad” por eso no hubo fuerza capaz de hacerlo leer a Macaulay; después de mirar varias páginas en un cuarto de hora, resolvió: “Conozco la tela de cada uno de los remiendos”. Leyó gustoso La feria de las vanidades, de Thackeray; comenzó a leer Pandenniso y cerro el libro a la vigésima página, pensando: “Lo ha dicho todo en la ferias de las vanidades; por lo visto, no hay nada más, y no debo seguir leyendo”. “Cada libro que leo –afirmaba- me libra de la necesidad de leer cientos de ellos”.
La gimnasia, el trabajo físico y la lectura constituían las ocupaciones personales de Rajmetov. Pero, al regresar de Petersburgo, en dichas ocupaciones invertía tan solo una cuarta parte de su tiempo. El resto lo dedicaba a asuntos ajenos o de índole general, observando siempre el mismo principio que en la lectura: no perder tiempo en lo accesorio o con gente de segundo orden; prestar atención únicamente a personas de valía, que de por si hacían cambiar los asuntos accesorios y modificaban a la gente dirigida.  Fuera de su círculo, por ejemplo, no entablaba relaciones sino con hombres que influían sobre otros. Quien no fuese una autoridad para varios individuos no podía hablar con él. Rajmetov decía: “Dispénseme, no tengo tiempo”, y se marchaba. De igual manera, la persona con quien el quisiera relacionarse no podía evitarlo. Rajmetov se presentaba ante ella y exponía sus pretensiones con este preámbulo: “Quiero conocer a usted. Me hace falta. Si ahora le importuno, señáleme otra hora”. No prestaba la menor atención a los pequeños problemas de los demás, aunque fuesen sus amigos más íntimos quienes recabaran su interés: “No tengo tiempo” –decía volviendo la espalda. Pero, aunque nadie se lo pidiera, se interesaba por las cuestiones serias que, a su juicio, lo merecían: “Es un deber mío” –afirmaba. Y en tales casos hacia y decía cosas imposibles de imaginar. El modo en que nos conocimos puede servir de ejemplo. Yo tenía ya alguna edad y experiencia; de vez en cuando, se reunían en mi domicilio cinco o seis jóvenes de mi provincia, por cuya razón yo encerraba ya cierto valor para él: aquellos jóvenes me estimaban sabiendo que les correspondía. Por este motivo, mi nombre había llegado a oídos de Rajmetov. Yo, en cambio, no tenia de él la menor noticia la primera vez que le vi en casa de Kirsánov, poco después de regresar de su peregrinación. Cuando llegó, yo estaba ya allí, y era la única persona de la tertulia a quien el no conocía. Apenas entro, se llevó a Kirsánov a un lado y, señalándolo hacia mí con la mirada, le dijo unas palabras. El dueño de la casa le dio una breve respuesta y se separó del él. Un minuto más tarde, Rajmetov se sentó frente a mí, al otro extremo de una mesita junto a un diván y desde tan corta distancia me miró fijamente a la cara. Yo me enfadé y arrugue el entrecejo al notar que me examinaba con el desembarazo de quien contempla un retrato. Mas él no hizo caso. Después de observarme dos o tres minutos, me dijo: “Necesito conocerle. Sé quién es usted, y usted no sabe quién soy yo. Pregunte a Kirsánov o a cualquiera de los presentes en quien usted tenga más confianza”. Dicho esto, se levantó y se fue a la habitación contigua. “¿Quién es este chisco?” –inquirí. ”Es Rajmetov. Quiere que pregunte usted si merece confianza (la merece, sin duda) y atención (vale más que todos nosotros juntos)” –respondió Kirsánov, y los demás asintieron. Al cabo de cinco minutos, Rajmetov volvió a la habitación donde nos hallábamos todos. Estuvo bastante tiempo sin hablar conmigo, y con los demás hablo poco: la conversación carecía de valor científico. “¡Oh!, son ya las diez –exclamo al poco rato-. A las diez tenía que estar en otro lado. Señor –dirigióse a mí-, debo decirle unas palabras. Cuando me llevé al dueño aparte para preguntarle quién era usted, le indiqué con la mirada porque,  de uno u otro modo, notaria usted lo que yo preguntaba. Por consiguiente, hubiera sido inútil no hacer los gestos naturales al preguntar tal cosa. ¿Cuándo estará usted en su casa para que vaya a verle?” Yo no tenía ganas de trabar nuevos conocimientos, y aquella impertinencia me fastidiaba. “En casa solo estoy por la noche” –contesté. “Pero ¿pasa la noche en su domicilio? ¿Cuándo llega?” –“Muy entrada la noche”. –“¿A qué hora?” –“A las dos o a las tres”. –“Me es igual; dígame cuándo puedo ir”. –“Si tanto lo necesita, venga pasado mañana a las tres y media de la madrugada”. –“Por supuesto, debo interpretar sus palabras como una burla y una grosería. Pero tal vez obre usted impulsado por motivos que incluso merezcan mi aprobación. En uno u otro caso, pasaré a verle pasado mañana a las tres y media de la madrugada”. –“No, ya que está tan decidido, vaya más tarde: permaneceré en casa toda la mañana, hasta las doce”. –“Muy bien, llegaré a las diez. ¿Estará usted solo?” –“Si”. –“Bueno”. Vino a verme y, sin andarse por las ramas, me habló del asunto que le había incitado a conocerme. Conversamos cosa de media hora. ¿De qué tratamos? Da igual. Bastaba que él afirmase. “Es necesario”, para que yo respondiera que no. Y si él me decía: “Está usted obligado”, replicaba yo: “De ninguna manera”. A la media hora dijo: “Evidentemente es inútil continuar. ¿Está usted convencido de que merezco plena confianza?” –“Si, todos me lo han asegurado, y yo mismo lo veo”. –“¿Y a pesar de todo se mantiene usted es sus trece?” –“Si”. –“¿Sabe  lo que se deduce de esto? Que es usted un embustero o un mal sujeto”. ¿Qué les parece? ¿Cómo había que responder a semejantes palabras? ¿Desafiándolo? Pero es que hablaba sin animosidad, como el historiador que juzga fríamente, no por ofender, sino haciendo honor a la verdad; y era tan extraña su figura, que habría sido ridículo enojarse. Yo me limite a reírme. “Esas dos cosas no son más que una” –repuse. ”En este caso no”. –“Entonces quizá sea yo lo uno y lo otro”. –“En este caso es imposible ser lo uno y lo otro, pero no es posible no ser una de las dos cosas: o usted piensa y hace lo contrario de lo que dice, y por consiguiente es un embustero, o piensa y hace  lo que dice, y por consiguiente es un mal sujeto. Es, sin duda, una de las dos cosas. Yo supongo que la primera”. “Suponga lo que se le antoje” –dije yo y continúe riéndome. “Adiós. Sepa que sigo confiando en usted, dispuesto siempre a reanudar nuestra conversación cuando le plazca”.  
Pese a su brusquedad, Rajmetov llevaba completa razón. Hizo bien en comenzar por donde comenzó –pues antes de abordar el asunto se enteró bien  de quien era yo- y en  terminar la conversación como la terminó. Verdaderamente, yo no le dije lo que pensaba, autorizándole con ello a llamarme embustero, nombre que, dada la originalidad de las circunstancias, no podía ser ofensivo ni violento para mí “en este caso”, como él decía. Y Rajmetov pudo, realmente, conservar su confianza y, quizá, su respeto hacia mí.
Sí; a pesar de la rudeza de sus actos, todos quedaban convencidos  de que Rajmetov procedía de la manera más prudente y sencilla. Pronunciaba sus ásperas palabras y hacia sus tremendos reproches de tal modo, que ninguna persona juiciosa podía enfadarse y, no obstante su grosería fenomenal, era, virtualmente, muy fino. Comenzaba todas sus explicaciones delicadas con un prólogo  de este género: “Usted sabe que voy a hablar sin animosidad personal. Si mis palabras le desagradan, haga el favor de perdonarlas. Pero yo estimo que no cabe enojarse por palabras bienintencionadas que no pretenden ofender y que son necesarias. Por otra parte, tan pronto como le parezca inútil continuar oyéndome, me callare. Tengo como regla exponer mi opinión siempre que debo hacerlo, pero nunca la impongo”. En efecto, no la imponía. Era imposible evitar que él, cuando consideraba preciso, le anticipase a uno el resumen de su criterio de modo que no quedase lugar a dudas acerca  de lo que quería decir; pero lo expresaba en poquísimas palabras y después preguntaba: “Ahora ya sabe usted cual sería el contenido de nuestra conversación. ¿Cree usted que vale la pena de que hablemos?” Si uno respondía que no, él se iba, haciendo una inclinación. 
Así hablaba y así llevaba sus asuntos, que eran innumerables aunque ninguno le concernía personalmente. Nadie negaba que Rajmetov no tenía asuntos personales; pero ¿de  qué se ocupaba? El círculo no lo sabía. Notaba tan solo que andaba siempre atareado. Paraba poco tiempo en su casa e iba de un lado para otro, casi siempre a pie. Sin embargo, recibía muchas visitas: a veces la misma gente, y a veces gente nueva. A tal fin tenía por costumbre estar siempre en su casa de dos a tres, hablando de sus asuntos mientras comía. Pero muy a menudo se pasaba unos cuantos días sin aparecer por casa. En tales ocasiones recibía a los visitantes uno de sus amigos, fiel en cuerpo y alma y callado como un sepulcro.
Dos años después del momento en que lo vemos sentado en el gabinete de Kirsánov examinando la interpretación newtoniana del Apocalipsis, se parcho de Petersburgo diciendo a Kirsánov y a los dos o tres amigos más íntimos que ya no le quedaba nada que hacer allí, que había hecho todo cuanto estaba de su parte, que solo dentro de unos tres años podría volver a hacer algo y  que, como tenía libre los tres años en cuestión, pensaba aprovecharlos como mejor le pareciera para su actividad futura. Posteriormente supimos que había ido a su finca y, después de vender por unos treinta y cinco mil rublos las tierras que le quedaban, fue a Kazán y a Moscú, donde dio a sus siete protegidos cerca de cinco mil rublos para que pudieran terminar sus estudios. Ahí acababan las noticias fidedignas. Desconocíamos a dónde fue después de su estancia en Moscú. Cuando pasaron algunos meses sin que se conociera su paradero, las personas que sabían cosas desconocidas para los demás dejaron de ocultar lo que, a petición de Rajmetov, tuvieron callado mientras él estuvo entre nosotros. Entonces supo nuestro circulo que Rajmetov protegía a varios estudiantes; conoció también la mayor parte de los asuntos personales descritos por mí y muchas historias que, lejos de explicar totalmente la personalidad de aquel hombre, lo hacían más enigmático para toda la tertulia, causaban extrañeza o contradecían de medio a medio la idea del grupo, que le creía impenetrable para todos los sentimientos personales y falto, por así decirlo, de un corazón propio, que latiese al calor de sensaciones íntimas. Huelga referir todas estas historias. Contare tan sólo dos: una que hablaba de su rudeza; otra que refutaba la anterior opinión del circulo acerca de él. Ambas se las oí a Kirsánov.
Un año antes de su segunda (y acaso la última) salida de Petersburgo, Rajmetov dijo a Kirsanov: “Deme una buena cantidad de ungüento para las heridas”. Kirsanov le dio un enorme bote, creyendo que era para llevarlo a algún taller de carpintería o de otro oficio donde abundan las cortaduras. A la mañana siguiente, la patrona de Rajmetov, terriblemente asustada, corrió en busca de Kirsánov: “Señor médico, no sé lo que le pasa a mi huésped; lleva mucho tiempo sin salir de su cuarto; tiene la puerta cerrada. Mira por la rendija, lo vi ensangrentado y me puse a gritar, pero él me dijo desde dentro: “No se asuste, Agrafena Antónovna”. ¡Cómo no iba a asustarme! ¡Sálvelo, doctor! Temo que se muera. Ese hombre no tiene compasión de sí mismo”. Kirsanov acudió a la carrera. Abrióle la puerta Rajmetov con su lúgubre y amplia sonrisa, y ante los ojos del visitante se presentó un espectáculo capaz de asombrar no solo a la patrona. La camisa de Rajmetov –se hallaba en ropas menores- estaba ensangrentada por la espalda y los costados; debajo de la cama había sangre y el fieltro que le servía de colchón estaba también empapado. Cientos de clavos cabeza abajo atravesaban el fieltro, asomando casi media pulgada. Rajmetov había pasado la noche tendido sobre ellos. “¿Qué es esto?” –profirió Kirsanov horrorizado. “Una prueba necesaria. Parece inverosímil, ni que decir tiene. Pero es necesaria. Ya he visto que puedo”. Aparte de lo descrito, es de suponer que la patrona hubiera podido contar muchas originalidades de Rajmetov; mas la vieja, sencilla y agradecida, le tenía un afecto extraordinario y hubiera sido imposible sacarle nada. Incluso en esta ocasión, fue a llamar a Kirsanov porque el propio Rajmetov se lo permitió para tranquilizarla y para que dejase de llorar pensando que él quería matarse.
A los dos meses aproximadamente –el caso referido sucedió a fines de mayo- Rajmetov desapareció por una semana, o quizá más, sin que nadie le diese importancia por ser cosa habitual en él. Pero ahora, una vez desaparecido Rajmetov, contó Kirsanov cómo pasó el hombre extraordinario aquellos días, los cuales constituyeron el único episodio amoroso de su vida.  El amor surgió a resultas de un acontecimiento digno de Nikitushka Lómov. Iba Rajmetov desde Párgolovo hacia Petersburgo, pensativo y cabizbajo, según su costumbre. Al pasar junto al Instituto de Silvicultura lo sacó de su ensimismamiento un angustioso grito de mujer. Miro y vio un coche del que tiraba un caballo desbocado y al galope. Dentro iba una dama que guiaba el carruaje, pero que había perdido la dirección al espantarse la bestia. Las riendas arrastraban por el suelo. El caballo había llegado ya a dos pasos de Rajmetov. Este trato de atajarle el paso, pero el animal había pasado ya de largo, y nuestro héroe no tuvo tiempo más que para agarrarse al eje trasero del vehículo, obligándolo a detenerse y cayendo a tierra él mismo. Acudió gente, ayudó a la dama a apearse y levantó a Rajmetov, que tenía una herida leve en el pecho y otra más grave en una pierna, donde la rueda le había arrancado un buen pedazo de carne. La señora, repuesta ya, ordeno que se lo llevaran a su casa de campo, situada a cosa de media versta. Accedió Rajmetov porque se sentía débil, pero exigió que mandasen inmediatamente por Kirsanov y no por otro médico. Kirsanov considero leve la herida del pecho, pero halló al paciente bastante agotado por la pérdida de sangre. Rajmetov guardó cama diez días, atendido por la persona a quien salvó. Como su estado le impedía hacer otra cosa, no tuvo más remedio que quedarse allí y hablar con ella, pues de todas maneras el tiempo se perdería inútilmente. Era la dama que frisaba en los diecinueve años, nada pobre, independiente en absoluto, discreta y buena. Los inflamados discursos de Rajmetov –que no versaban sobre el amor, por supuesto- la encantaron. “Lo veo en sueños circundado por un nimbo” –dijo a Kirsanov. Rajmetov también se enamoró. Juzgando por la indumentaria y por otros signos exteriores, la señora le creyó absolutamente pobre; por eso fue la primera en declararse y proponerle el casamiento cuando, al undécimo día, el herido se levantó  y dijo que podía marcharse a su casa. “He sido con usted más franco que con otras personas. Ya comprenderá que hombres como yo no tienen derecho a ligar la suerte de nadie a la suya”. “Cierto –repuso ella-; usted no puede casarse. Pero hasta que tenga que dejarme, ámeme”. –“No, no puedo hacer ni siquiera eso. Debo ahogar el amor en mí. Mi amor por usted me ataría las manos. Es más, las tengo ya atadas y tardaran en desatárseme, pero yo las desataré. No tengo derecho a amar”. ¿Qué fue de esa señora? En su vida debió producirse un viaje: probablemente se convertía también en una persona extraordinaria. Quise enterarme y no lo conseguí. Kirsanov no me dijo el nombre de ella ni conocía su suerte porque Rajmetov le había pedido que no fuera a verla ni se interesase por su paradero. “Si llega a mis oídos que tiene usted alguna noticia de ella –le dijo- no resistiré a la tentación de preguntarle, y eso no está bien”. Al enterarse de la historia en cuestión, todos recordaron que en la época en que esto ocurría, Rajmetov se mostró más sombrío que de costumbre durante mes y medio o dos meses, no se enardecía contra sí mismo cuando le echaban en cara su abominable debilidad, es decir, el tabaco, ni sonreía con la mima dulzura cuando le halagaban dándole el nombre de Nikitushka Lómov. Yo recordé algo más: aquel verano, cierto tiempo después de nuestra primera conversación, hablo tres o cuatro veces conmigo y me tomo cariño porque, estando los dos solos, me reía de él. Como respuesta a mis burlas, se le escapaban palabras como estas: “Compadézcase de mí, lleva usted razón, téngame lastima. Al fin y al cabo tampoco yo soy una idea abstracta, sino una persona que quisiera vivir. Pero no importa, todo pasará”. En efecto, todo pasó. Sin embargo, ya bien entrado el otoño, repitió estas mismas palabras una vez  en que lo importuné demasiado con mis burlas.
El lector perspicaz supondrá que sé de Rajmetov más de lo que digo. Tal vez. No osare contradecirle: es muy sagaz. Pero si, verdaderamente, lo sé, da lo mismo: ¡cuántas cosas se yo, oh lector clarividente, de las que no te enteraras jamás! Ahora bien, lo que ignoro lo ignoro. ¿Dónde está ahora Rajmetov, qué ha sido de él, lo veré alguna vez? De esto no tengo más noticias ni hago más conjeturas que las que tienen y hacen todos sus conocidos. Cuando trascurrieron tres o cuatro meses de su desaparición de Moscú sin que se oyera una palabra acerca de él, supusimos todos que se había marchado de viaje por Europa. La suposición era cierta, al parecer. La confirma, por lo menos, una hecho: al año de la desaparición de Rajmetov, un conocido de Kirsanov vio en el ferrocarril de Viena a Múnich a un joven ruso, quien dijo que había recorrido las tierras eslavas trabando contacto con todas las clases; en cada país había permanecido el tiempo necesario para estudiar el ambiente, las costumbres, el modo de vida, las instituciones públicas y el grado de bienestar de los principales sectores de la población; a tal efecto, había vivido en ciudades y aldeas e ido a pie de pueblo en pueblo; posteriormente, estudio de igual manera a los rumanos y a los húngaros, recorrió el Norte de Alemania, desde donde regresó al Sur, a las provincias germánicas de Austria. En aquel momento se dirigía hacia Baviera; desde allí seguiría hasta Suiza por Wurtemberg y Baden para pasar a Francia, país que pensaba recorrer igual que los anteriores. De Francia se trasladaría a Inglaterra, invirtiendo en ello otro año más. Si le quedaba tiempo, vería a los españoles y a los italianos, y si no, se quedaría son verlos, porque esto no era tan “necesario”, mientras que los países antes citados debía visitarlos “necesariamente”. ¿Para qué? “Para tener una idea”. Dentro de un año tendría “necesidad” de ir a los Estados Unidos de América del Norte, cuyo estudio le era más “necesario” que el de ningún otro país. Allí se quedaría largo tiempo, quizá más de un año o acaso para siempre si hallaba asunto en que ocuparse, pero lo más probable era que regresase a Rusia porque, al parecer, su presencia seria “necesaria” allí, si no inmediatamente, dentro de tres o cuatro años.
En aquel joven, todo recordaba a Rajmetov, incluso la contante repetición de la palabra “necesario”, que había quedado en la memoria del que esto relataba.  La edad, la voz y las facciones del muchacho, según recordaba la persona en cuestión, eran muy semejantes a las de Rajmetov. Pero esta persona no presto entonces una atención especial a su acompañante, quien, por otra parte, no lo fue más que dos horas: subió al tren en una pequeña ciudad y se apeó en un villorrio. De ahí que nuestro informante no pudiera describir su aspecto sino de una manera demasiado general, que excluía toda certeza. Por lo visto de trataba de Rajmetov, mas ¿quién podía asegurarlo? Tal vez no fuera él.
Corrió también el rumor de que un muchacho ruso, antiguo terrateniente, se presentó a ver al más eminente de los pensadores europeos del siglo XIX, un alemán, padre de la nueva filosofía[3], y le dijo: “Tengo treinta mil taleros. Necesito tan solo cinco mil. Le ruego que se quede con el resto” (el filósofo vivía muy pobremente). “¿Para qué?” –“Para editar sus obras”. Como es de suponer, el filósofo rehusó la oferta. Pero el muchacho paso el dinero a su nombre en un banco y le escribió: “Haga con él lo que le parezca; tírelo al rio si quiere,  pero no podrá usted devolvérmelo porque no me encontrará”. Según rumores, el dinero continúa en el banco. Si todo esto es verdad, no cabe duda de que el joven que fue a ver al filósofo era Rajmetov.
Esta persona es la que encontramos ahora sentada en el gabinete de Kirsánov.
Era un hombre extraordinario, un ejemplar de una especie muy rara; y si lo he descrito tan minuciosamente, lector perspicaz,  no ha sido para enseñarte el modo correcto (desconocido para ti) de tratar a los individuos  de esta especie: no veras ni a uno de ellos; tus ojos, lector perspicaz, no están hechos para ver a personas semejantes; para ti son invisibles; las ven únicamente los ojos honrados y valerosos. La descripción de este hombre sirve para que, aunque sea de oídas, sepas que existe gente así en el mundo. Y en cuanto el servicio que la descripción presta a las lectoras y a los lectores sencillos, ellos mismos lo saben.      
Las personas como Rajmetov son ridículas y peregrinas. Al decir que son ridículas, me dirijo a ellas, porque me producen lastima; me dirijo también a los seres generosos, que las admiran, y les digo: “No les sigáis, ¡oh, nobles gentes!, que el camino por el que quieren llevaros es  pobre en alegrías”. Pero los seres generosos desoyen mi voz y replican: “No, no es pobre; es muy rico, y aunque sea pobre el algunos trayectos, éstos son cortos, y tendremos suficiente energía para atravesarlos y entrar en espacios infinitos, abundantes en alegrías”. Como verás, lector perspicaz, no es para ti, sino para otra clase de gente para quien digo que las personas como Rajmetov son ridículas. A ti, lector perspicaz, te diré que no son malas, pues si no te lo digo, quizá no lo comprendas por tu cuenta. Sí, son buenas. Hay pocas, pero gracias a ellas florece la vida de las demás, que sin esas personas se ahogaría y se agriaría; hay pocas, pero gracias a ellas respira todo el mundo, que sin ellas se asfixiaría. La masa de seres honrados y bondadosos en grande, pero los hombres de la especie de Rajmetov escasean; éstos son en la masa lo que la teína en el té y el bouquet en el vino generoso: les dan fuerza y aroma; son la flor de la buena gente, el motor de los motores, la sal de la sal de la tierra.  






[1] En esta obra de Newton, el enjuiciamiento sereno de muchos fenómenos de la historia sagrada alterna con el misticismo. 
[2] Shuválov: estadista ruso, hombre de confianza de la Emperatriz Isabel Petrovna.
Conde Mínij: después del golpe de Estado palatino que elevó al trono a Isabel Petrovna en 1741, el conde Mínij fue desterrado como adicto a Ana Yoannovna, la emperatriz derrocada.
Runiántsev (1725-1796): Militar Ruso.
En la batalla de Nowy (1799), las tropas rusas, mandadas por Suvorov, derrotaron al ejército francés.
En Tilsit se firmó el Tratado de Paz entre Rusia y Francia (1807)
Speranski fue destituido en 1811 de cargo de Secretario  de Estado a instancias  de la aristocracia, descontenta de sus proyectos de reformas administrativas.  
[3] Se refiere a Ludwig Feuerbach.