"¿Qué hacer? Gente nueva" de N. G. Chernishevski
A
continuación les presento un capítulo de la obra ¿Qué
hacer? de Chernishevski. En este capítulo
se expone el prototipo de hombre que llevaría a Rusia y al mundo entero a una
nueva era. Es el hombre que se entrega completamente a la causa de la revolución
social, el hombre radical que renuncia a
los placeres de la vida para entregarse a un modo de vida muy simple.
Esta
obra marcó a toda una generación en los años 60´s del siglo XIX en Rusia, sobretodo influyó en
estudiantes de la época y más tarde se le considero una obra fundamental para
todo aquel que decidiera dedicarse a la causa de la revolución.
XXIX
UN
HOMBRE EXTRAORDINARIO.
Tres horas después de
marcharse Kirsánov, Vera Pávlovna recapacitó, y una de sus primeras
conclusiones fue que no podía abandonar
el taller a su suerte. Aunque siempre había tratado de demostrar que éste
marchaba por su propio pie, sabía que era tan sólo una ilusión suya y que la obra emprendida necesitaba una mano
rectora, sin la cual se vendría abajo. Por otra parte, la empresa se asentaba
ya sobre una base firme, y su dirección no requería un trabajo extraordinario.
Mertsálova (explicar quién es) tenía dos hijos, pero podía dedicar a la
administración del taller el tiempo necesario: una hora u hora y media al día.
Incluso no era preciso que fuese diariamente. De fijo que no se negaría, pues
ya consagraba bastantes esfuerzos al taller. Vera Pavlovna comenzó a
seleccionar lo que habría de vender y mando a Masha a llamar a Mertsálova y a
casa de Rajel, traficante de ropa vieja y en enseres de toda clase. Rajel, una
de las hebreas más aprovechadas del mundo, pero amiga de Vera Pávlovna, era con
ella honrada a carta cabal, como lo son casi todos los pequeños comerciantes
judíos con la gente de bien. Rajel y Masha debían ir al domicilio de Vera
Pávlovna en Petersburgo, recoger la ropa y los utensilios que allí quedaban,
pasar por la peletería donde Vera Pávlovna había dado a guardar sus abrigos
durante el verano y, después, con todo el cargamento, presentarse en la casa de
campo a fin de que Rajel lo tasara tranquilamente y lo comprase todo.
Cuando Masha salía se
encontró con Rajmétov, que llevaba cerca de media hora deambulando por los
alrededores de la casa.
-¿Se va usted, Masha?
¿Tardara en volver?
-Sí, por lo visto no
regresare hasta bien anochecido. Tengo muchas cosas que hacer.
-¿Está sola Vera Pávlovna?
-Sí, señor.
-Entonces pasaré y le
haré compañía por si acaso necesita algo.
-Tenga la bondad. A mí
me daba reparo dejarla sola. ¡Ah!, se me olvidada, señor Rajmétov: haga el
favor de llamar a alguna vecina; hay allí una cocinera y una niñera que son
amigas mías. Pídales que sirvan la comida, pues Vera Pavlovna no ha almorzado
aún.
-No importa. Yo tampoco
he comido. Comeremos juntos. ¿Y usted, ha comido?
-Sí señor. Vera Pávlovna
no me dejo salir sin comer.
-Ya hay una cosa buena,
por lo menos. Yo creía que, enfrascada en sus problemas, se olvidaría hasta de
esto.
Todos temían un poco a
Rajmétov. Todos menos Masha y aquellas personas
que por su carácter y su indumentaria eran tan sencillas como ella a mas
aun. Incluso Lopujov, Kirsánov y otros que no tenían miedo a nada ni a nadie experimentaban a veces
cierto temor ante él. Rajmetov se mantenía muy alejado de Vera Pavlovna,
que le consideraba aburridísimo, y nunca
buscaba la compañía de ella. Pero era el
favorito de Masha, aunque se mostraba con ella menos afable y locuaz que el resto de los contertulios asiduos.
-He venido sin que me
llamen, Vera Pavlovna –comenzó Rajmetov-, pero he visto a Alexander Matveievich
y lo sé todo. Por eso he creído que tal vez pueda serle útil en algo y he
resuelto pasar con usted la tarde.
Sus servicios podían
ser de utilidad inmediatamente, ayudando a seleccionar y empaquetar ropas y
trastos. A cualquier otro, Vera Pavlovna le habría solicitado ayuda, y él mismo
la habría ofrecido; sin embargo a Rajmetov no se la pidió ni él la ofreció.
Vera Pavlovna se limitó a estrecharle la mano y a decirle sinceramente que le
agradecía mucho la atención.
-Estaré en el gabinete
– dijo él-. Si me necesita para algo, llámeme. Y si alguien viene, yo abriré la
puerta. Usted no se preocupe.
Dicho esto, se marchó
tranquilamente al gabinete, sacó del bolsillo un gran trozo de jamón y un
pedazo de pan negro que juntos pesarían una cuatro libras, sentóse, se lo comió
todo procurando masticar bien, se bebió media botella de agua, se acercó a las
estantería de libros y comenzó a buscar alguno para entretenerse. “Lo he
leído…”, “No es original…”, “No es original…”, “No es original…”, “No es
original…” –fue diciendo. Aquel repetido “No es original” se refería a libros
como los de Macaulay, Guizot, Thiers, Ranke y Gervinus. “¡oh, qué bien que he
encontrado esto!” –exclamó para sí al leer en el lomo de varios libros
voluminosos: Obras completas de Newton.
Hojeando rápidamente los tomos, halló lo que buscaba y pronuncio con una sonrisa
de satisfacción. “Por fin, por fin encuentro
Observations on the Prophethies of Daniel and the Apocalypse of St. John
(es decir, Observaciones sobre las profecías
de Daniel y el Apocalipsis de San Juan). Hasta ahora carecía de
conocimientos profundos en esta rama del saber. Newton escribió estos
comentarios en su vejez, medio alienado y medio cuerdo: ejemplo clásico de
entrelazamiento de la demencia y la cordura. Es
un problema de importancia histórica mundial. Esta mezcla se nota, son
excepción alguna, en todos los acontecimientos, en casi todos los libros y en
casi todas las cabezas. Pero aquí debe manifestarse, en forma acabada, el más
ingenioso y normal de todos los entendimientos
que conocemos y, entrelazada con él, una locura indiscutible y
reconocida. Así, pues, es una obra maestra en su género. Los rasgos más sutiles
del fenómeno general deben ser aquí mucho más tangibles que en cualquier otra
parte, y nadie puede poner en duda que se trata precisamente de una mezcla de
locura e inteligencia. Es un libro digno de estudio”. Comenzó a leer con
fruición aquella obra, que quizá nadie hubiera leído en los últimos cien años,
salvo los correctores que intervinieron en su impresión. Para otro que no fuera
Rajmetov, leer tal libor equivaldría a comer arena o serrín. Pero a él le
gustaba.
Gente como Rajmetov hay
muy poca. Hasta ahora he encontrado solo ocho ejemplares de esta raza, entre
los que figuraban dos mujeres. No tenían de común más que un rasgo. Había entre
ellos individuos blandos y rigurosos, sombríos y alegres, diligentes y flemáticos,
inconmovibles y propensos a las lágrimas (conocí a uno de rostro severo, cuya ironía rayaba en
el cinismo, a y otro con cara de corcho,
taciturno e indiferente a todo; ambos lloraron en mi presencia varias veces,
como mujeres histéricas, sin motivo de índole personal, sino hablando de cosas
diversas; estoy seguro de que a solas lloraban con frecuencia). Como antes
dije, no se parecían más que en un rasgo, más éste bastaba para unirlos en una
sola especie y destacarlos del resto. De aquellos con quienes tuve intimidad me
reía cuando estaba con ellos a solas; ellos se enfadaban o no se enfadaban,
pero también se reían de sí mismos. verdaderamente, resultaban muy divertidos.
En ellos era peregrino todo lo principal, lo que los convertía en individuos sui generis. Me gusta reírme de esta
clase de gente.
La persona que encontré
entre los conocidos de Lopujov y Kirsánov, y de la que hablare aquí, constituye
una demostración viva de que las palabras pronunciadas por Lopujov y Alexéi
Petróvich acerca de las propiedades del suelo, durante el segundo sueño de Vera
Pávlovna, necesitan una enmienda: la de que, sea cual fuere la naturaleza del
suelo, puede haber en él minúsculos terrones aptos para la germinación de
espigas sanas. La genealogía de los personajes principales de mi narración
–Vera Pávlovna, Kirsánov y Lopujov- no se remonta, en rigor, más allá de los
abuelos y abuelas; a duras penas puede añadirse la bisabuela (el bisabuelo está
envuelto en la niebla del olvido, y de él no se sabe sino que fue marido de la
bisabuela y que se llamaba Kiril,
porque el abuelo era Guerásim Kirílovich). De Rajmétov sabemos que descendía de
una familia conocida desde el siglo XIII, es decir, de una de las más antiguas,
no solo en Rusia, sino en toda Europa. Entre los caudillos militares degollados
con sus tropas en Tver por intentar, según dicen las crónicas, convertir a la
gente a la religión de Mahoma (intención que, seguramente, no tenían)y, en
realidad, por oprimir al pueblo, se encontraba Rajmet. Al hijo del tal Rajmet y
de una rusa, sobrina del gran mariscal de la corte Tver y del mariscal de
campo, a la que Rajmet hizo su mujer por la fuerza, se le perdonó la vida en
atención a su madre, siendo bautizado con el nombre de Mijaíl en ligar del de
Latif, que llevaba hasta entonces. De este Latif-Mijaíl descendían los
Rajmetov. En Tver fueron boyardos; en Moscú no pasaron de grandes oficiales de
la Corona; y en Petersburgo, en el siglo anterior, fueron generales en jefe
(naturalmente, no todos, ni mucho menos: la familia, ramificadísima, era más
numerosa que los puestos de tal categoría). El tatarabuelo de nuestro Rajmetov
fue amigo de Iván Shuvalov, quien le saco de la desgracia en que había caído
por su amistad con Minij. Su bisabuelo sirvió con Rumiantsev, alcanzo el grado
de general en jefe y fue muerto en Noví. Su abuelo acompaño al zar Alejandro a
Tilsit y hubiera llegado más alto que ninguno, pero pronto malogró su carrera
por haber trabado amistad con Speranski. Su padre sirvió en el ejército sin grandes
éxitos ni reveces; a los cuarenta años, siendo teniente general, se retiró y se
fue a una de sus fincas, dispersas por el curso superior del rio Medvéditsa.
Las fincas no eran muy grandes (unos dos mil quinientos siervos en total), y el
ocio en la aldea le dio muchos hijos, ocho o nueve, de los cuales nuestro
Rajmetov era el penúltimo; solo le seguían una hermana. De ahí que el Rajmetov que conocemos no
recibiese una gran herencia. Su padre le dejó unos cuatrocientos siervos y
siete mil desiatinas de tierra. Nadie sabía
lo que había hecho con los siervos y con cinco mil quinientas desiatinas. Es
más, todos ignoraban que se había quedado con mil quinientas desiatinas, cuyo
arriendo le proporcionaba alrededor de tres mil rublos de renta. Nadie lo supo
mientras vivió entre nosotros. Nos enteramos después. Hasta entonces
sospechábamos, naturalmente, que pertenecía a la familia de los Rajmetov, entre
los cuales había numerosos hacendados ricos
que, en total, tenían cerca de setenta y cinco mil siervos en sus fincas,
situadas en el curso superior de los ríos Medvéditsa, Jopior, Surá y Tsna, eran
perpetuos jefes distritales de aquellos parajes y, ya el uno, ya el otro,
mandaba en algunas de las tres provincias enclavadas junto a los ríos citados.
Sabíamos que nuestro Rajmetov gastaba anualmente unos cuatrocientos rublos.
Para un estudiante de aquella época era mucho, más para un propietario, miembro
de familia tan acaudalada, resultaba demasiado poco. De ahí que cada uno de
nosotros, nada propensos a meternos en semejantes indagaciones, decidiese para
sí que nuestro Rajmetov procedía de una rama arruinada de dicha familiar y que
era hijo de algún consejero del Fisco, el cual había dejado a sus descendientes
un capital insignificante. ¿Quién iba a interesarse por tales cuestiones?
En el momento en que lo
conocimos, Rajmetov tenía veintidós años. Comenzó a estudiar a los dieciséis,
pero estuvo tres años sin asistir a clase en la universidad: se marchó del
segundo curso, se fue a su finca, tomo posesión de ella, venciendo la
resistencia del tutor y ganándose el anatema de sus hermanos, y consiguió,
incluso, que los maridos de sus hermanas prohibieses a estas pronunciar su nombre; recorrió luego
Rusia de distintas maneras, por tierra y por agua, por procedimientos
ordinarios y extraordinarios –por ejemplo, a pie y en barca- y pasó mil
peripecias que él mismo buscó. Rajmetov matriculo a dos muchachos en la
Universidad de Kazán y a cinco en la de Moscú, corriendo con todos los gastos
de sus estudios; en la de Petersburgo, donde vivía él, no metió a ninguno, y
por eso nadie de nosotros sabía que su renta no era de cuatrocientos rublos,
sino de tres mil. De ellos nos enteramos posteriormente. Como íbamos diciendo, desapareció
durante largo tiempo y, dos años antes del momento en que le vemos sentado en el gabinete de Kirsánov
leyendo la interpretación del Apocalipsis escrita por Newton, regreso a
Petersburgo en ingreso en la Facultad de
Filología en vez de matricularse en la de Ciencias Naturales, donde estudiaba antes de
irse.
Pero, si bien ninguno
de los conocidos de Rajmetov en Petersburgo tenía noticia exacta de sus
vínculos familiares y de su situación económica, todos los conocían por dos
apodos. Uno de ellos ha figurado ya en nuestra narración: el de “Rigorista”.
Rajmetov lo acogía con su habitual y ligera sonrisa de adusta satisfacción.
Pero cuando le llamaban Nikitushka o Lómov –o por el apodo completo: Nikitushka
Lómov-, sonreía con franqueza. Y no le faltaba la razón para ello, pues era su
fuerza de voluntad, y no la naturaleza, la que le había dado derecho a llevar
este nombre, conocido entre millones, aunque su fama se extiende tan sólo en
una franja de cien verstas de anchura, que atraviesa ocho provincias. A los
lectores del resto de Rusia habrá que explicarles su significado. Nikítushka
Lómov, sirgador del Volga quince o veinte años atrás, era un gigante de unos
dos metros y de fuerza hercúlea, tan fornido, que pesaba quince puds, aunque no
era gordo, sino robusto. De su fuerza había un hecho: ganaba el jornal de cuatro
sirgadores. Cuando el barco se detenía en algún puerto y él iba al mercado –o
al bazar, como se dice en la región del Volga-, los chiquillos gritaban por las
callejuelas:
“Ahí viene Nikítushka
Lómov, ahí viene Nikítushka Lómov”. Todos corrían a la calle que iba del
atracadero al mercado, y la muchedumbre seguía a su héroe.
Desde el punto de vista
físico, Rajmetov era a los dieciséis años, cuando llego a Petersburgo, un
muchacho corriente, bastante alto y vigoroso, pero nada extraordinario por su
fuerza: de diez jóvenes de su edad, dos le habrían vencido. Sin embargo, a los dieciséis
años y medio pensó que debía fortalecerse
físicamente. A tal objeto empezó a practicar la gimnasia. Pero como ésta no
sirve sino para perfeccionar músculos ya existentes, había que crear los músculos;
para ello comenzó a dedicar varias horas diarias a sus trabajos de fuerza:
acarrear agua y troncos, a cortar leña, a aserrar madera, a picar piedra, a
cavar tierra y a forjar hierro. Se ejercitó en innumerables faenas, cambiando a
menudo, porque con cada nuevo trabajo se desarrollan determinados músculos. Se
impuso en la comida un régimen de boxeador, alimentándose exclusivamente de
comestibles indicados para estimular la fuerza física, ante todo de bifteks
casi crudos. Sistema que jamás abandonó. Al año de imponerse tal régimen y
tales ejercicios, emprendió su peregrinación, la cual le deparo muchas
oportunidades de incrementar su fuerza física: trabajó de gañan, de carpintero,
de barquero y en otros oficios; una vez recorrió como sirgador todo el Volga,
desde Dúbovca hasta Ribinsk. Si hubiera dicho que quería meterse de sirgador,
esto habría parecido el colmo del absurdo al dueño del barco y a los
sirgadores, y no le habrían admitido. Pero él tomó pasaje como viajero, trabó luego
amistad con los trabajadores, empezó a ayudarles a tirar de la sirga y al cabo
de un mes se enganchó en ella como uno más. Pronto advirtieron lo bien que
tiraba; probaron fuerzas y arrastro a tres juntos e incluso a cuatro de sus más
forzudos compañeros. Tenía entonces veinte años, y sus colegas de cuerda le dieron el sobrenombre de
Nikitushka Lómov en memoria del héroe desaparecido ya. Al verano siguiente,
yendo en un barco, lo vio uno de los viajeros de tercera que en gran número se
agolpaban en cubierta. Era uno de sus compañeros de trabajo del año anterior.
Por él, los estudiantes que iban con Rajmetov supieron que tenía el apodo de
Nikitushka Lómov. Efectivamente, había adquirido una fuerza descomunal y la
cultivaba sin reparar en tiempo y en medios. “La necesito –decía-. Granjea el
respeto y el cariño de la gente humilde. Es útil y puede hacerme falta”.
Esto se le metió en la
cabeza entre los dieciséis y los diecisiete años, porque desde entonces comenzó
a desarrollarse en él su rasgo peculiar. A los dieciséis años llego a
Petersburgo, recién salido del liceo, en el que estudio con aprovechamiento. Era
un adolescente bondadoso y recto. Paso tres o cuatro meses como suelen pasarlos
los universitarios novatos. Pero al saber que había entre los estudiantes
cerebros privilegiados, que no pensaban como los demás, se interesó por ellos,
enteróse de los nombres de cuatro o cinco (por aquel entonces había pocos) y
procuro entrar en relaciones con alguno. Conoció a Kirsánov, y se inició su
transformación en un hombre extraordinario, en el futuro Nikitushka Lómov y en
el “Rigorista”. Oyó, ansioso, a Kirsánov la primera noche, lloro, interrumpió
sus palabras con maldiciones a lo que debía morir y con bendiciones a lo que
debía vivir. “¿Qué libros debo leer para empezar?” –preguntó. Kirsánov le
indico los más apropiados. A las ocho de la mañana del día siguiente, Rajmetov
estaba ya paseando por la avenida Nevski, desde la calle Admiraltéiskaia hasta
el puente Politseiski, a la espera de que abriesen la primera librería alemana
o francesa; compro la literatura recomendada y se pasó leyendo sin interrupción
más de tres días (ochenta y dos horas en total: desde las once de la mañana del
jueves hasta las nueve de la noche del domingo). Las dos primeras noches no
tuvo que tomar nada para pasarlas en vela; la tercera se tomó ocho vasos de
café cargadísimo, y para la cuarta no le quedaron fuerzas: cayó al suelo y
durmió alrededor de quince horas. Una semana más tarde se presentó a Kirsánov,
pidiéndole que le recomendase nuevos libros y le diese algunas explicaciones.
Se hizo amigo suyo y, luego, por su mediación, trabo amistad con Lopujov. Seis
meses después, aunque solo tenía diecisiete años, mientras que Lopujov y Kirsánov
habían cumplido veintiuno, ninguno de los dos le consideraba ya un adolescente
en comparación con ellos. Rajmetov era ya un hombre extraordinario.
¿Qué premisas había en
su vida? No muchas, pero sí algunas. Su
padre fue un hombre despótico, inteligentísimo, muy instruido y, aunque
honrado, ultraconservador, por el estilo de Maria Alexeievna. Rajmetov sufría,
pero esto era lo de menos. Le causaban más pesar los padecimientos que el
carácter de su padre acarreaba a su madre, persona bastante sensible. Además,
el muchacho veía lo que pasaba en la aldea. Mas tampoco esto hubiera tenido
importancia. Para colmo de males, a los quince años se enamoró de una de las
amantes de su padre. Hubo un incidente, en el que fue ella quien llevó la peor
parte. A Rajmetov le daba lastima la mujer perjudicada por culpa suya. Aquellas
ideas lo atormentaban, y Kirsánov desempeño en su vida el mismo papel liberador
que Lopujov en la de Vera Pavlovna. Así, pues, tenía antecedentes; mas para
convertirse en un hombre extraordinario, lo principal era, por supuesto, la naturaleza. Algún
tiempo antes de abandonar la universidad y de marcharse a su finca, primero, y
a sus correrías por Rusia, después, adopto en su vida material, moral e
intelectual principios originales que, a su regreso, habían evolucionado ya
hasta convertirse en un sistema acabado, al que se atenía invariablemente.
Rajmetov se dijo a sí mismo: “No beberé una gota de vino ni tocaré a una
mujer”. Pero su ardiente naturaleza objetaba: “¿A qué vienen esos extremismos?
¿Qué necesidad hay de ellos?” – “Hay necesidad. Propugnamos que el hombre pueda
gozar plenamente de la vida. Con la nuestra debemos demostrar que no lo
exigimos para satisfacer pasiones propias, que no lo pedimos para nosotros,
sino para el hombre en general, que hablamos sólo por principio y no por apetencias:
por convicción y no por interés personal”.
Inspirándose en tales
ideas, eligió el modo de vida más riguroso. Para transformarse en Nikitushka Lómov,
y para seguir siéndolo, necesitaba comer mucha carne de vaca. Y él la comía;
pero le daba lastima gastar aunque sólo fuese un kopek en otros alimentos. Tenía
dicho a su patrona que comprase la mejor carne de vaca para él; y las demás
cosas que comía eran de las más baratas. Renuncio al pan blanco y, en su casa,
no comía más que pan negro. Se pasaba semanas enteras sin probar un terrón de
azúcar y meses sin ver la fruta, la ternera o el pollo. Nunca compraba nada
semejante: “No tengo derecho a gastar el dinero en caprichos sin los cuales
puedo pasar”. Y eso que, de pequeño, estaba acostumbrado a comer bien y tenía
un gusto exquisito, según lo evidenciaban sus observaciones respecto a
diferentes platos. Cuando lo invitaban, comía de buena gana muchas cosas que no
se permitía en su propia mesa; y otras no las tocaba ni en casa ajena por un
motivo fundamental: “Lo que come el pueblo sencillo, aunque sea de tarde en
tarde, puedo comerlo yo en algunos casos. ¡Lo que es inaccesible a los humildes
debo prohibírmelo! Así sabré hasta qué punto viven peor que yo”. Por eso, si
servían manzanas, las probaba de buena gana; si albaricoques no; en Petersburgo
no rehusaba las naranjas; en provincia, si, porque en Petersburgo las compra la
gente pobre, y en provincia, no. Comía tartas rellenas porque “un buen pastel
no es peor que una tarta, y la gente humilde prueba el hojaldre”, pero rechazaba
las sardinas. Aunque amante de la elegancia, se vestía muy pobremente y en todo
lo demás llevaba una existencia espartana. Por ejemplo, no usaba colchón, y
dormía sobre un trozo del fieltro que ni siquiera doblaba.
Tenía un cargo de conciencia:
no había dejado de fumar. “Sin un cigarro, me parece que soy incapaz de pensar
–decía-. Si verdaderamente es así, hago bien. Pero tal vez sea falta de
voluntad”. Como no podía fumar tabaco malo, pues su formación aristocrática se
lo impedía, gastaba en este vicio unos ciento cincuenta rublos de los
cuatrocientos de su presupuesto. Su “abominable debilidad”, como el la llamaba,
permitía a los demás contrarrestar en cierto modo su crítica. Si cargaba la
mano, el criticado replicaba: “La perfección es imposible; la prueba está en
que tu fumas”. Y Rajmetov arreciaba en sus diatribas moralizadoras con fuerza
redoblada, pero ya dirigía la mayor parte
de los reproches a su propia persona y, aunque no olvidaba del todo a su
interlocutor, sobre éste caían menos acusaciones.
Rajmetov atendía
infinidad de asuntos porque, en cuanto al tiempo, se había impuesto el mismo
principio: desterrar todo capricho. No dedicaba mensualmente ni un cuarto de
hora al recreo ni necesitaba descansar: “Me ocupo de muchas cosas. El cambio de
ocupación es para mí un descanso”. Con sus camaradas, que solían reunirse en
casa de Kirsánov o de Lopujov, se veía con la frecuencia indispensable para
mantener unas relaciones estrechas: “Lo necesito. La vida diaria demuestra la
conveniencia de mantener estrechos vínculos con cierto número de gente, pues
hay que tener siempre al alcance de la mano fuentes vivas de conocimientos”.
Salvo esta tertulia, jamás visitaba a nadie como no fuera para tratar asuntos y
no se detenía más de la cuenta. Tampoco recibía a nadie sin necesidad ni permitía
que nadie permaneciese en su casa más de lo estrictamente preciso, declarando
sin rodeos: “Ya hemos tratado de su asunto. Permítame ahora que me dedique a
los míos. Dispongo de muy poco tiempo”.
Durante la primera
época de su transformación estaba casi siempre leyendo. Pero esto duro poco más
de seis meses. Apenas noto que se había acostumbrado a pensar en consonancia
con los principios que estimaba justos, se dijo: “La lectura pasa ahora a
segundo plano. Desde este punto de
vista, estoy ya preparado para vivir”. Y comenzó a dedicar a los libros
solamente el tiempo libre de otras ocupaciones, tiempo que, dicho sea de paso,
era muy reducido. No obstante, Rajmetov iba enriqueciendo sus conocimientos con
rapidez asombrosa. A los veintidós años era ya un hombre de notable erudición,
porque también en esta esfera se había impuesto una ley: ni lujos ni caprichos;
lo necesario y nada más. ¿Qué era lo necesario? Él decía: “De cada materia se
han escrito muy pocas obras fundamentales; en todas las demás de repite, se
empequeñece y se estropea lo que estas pocas contienen de manera mucho más
completa y más clara. Hay que leer únicamente estas; cualquiera otra lectura
significa perder el tiempo. Tomemos la literatura rusa. Leo ante todo a Gogol.
En miles de otras obras miro cinco líneas en cinco páginas distintas, y con
ello me basta para cerciorarme de que
allí no encontrare más que una adulteración de Gogol. ¿Para qué voy, pues a
leerlas? Lo mismo sucede con las ciencias. En ellas es más tajante aun la
división. Habiendo a Adam Smith, a Malthus, a Ricardo y a Mill, conozco el alfa
y omega de esta rama y no necesito leer a ninguno de los centenares de
economistas que existen y han existido, por famosos que sean. Cinco líneas de
cinco páginas me bastan para ver que no hallaré en sus obras ninguna idea nueva
y original. Todo en ellas es plagio y
tergiversación. Leo únicamente lo original y solo en la medida necesaria para
conocer esta originalidad” por eso no hubo fuerza capaz de hacerlo leer a
Macaulay; después de mirar varias páginas en un cuarto de hora, resolvió:
“Conozco la tela de cada uno de los remiendos”. Leyó gustoso La feria de las
vanidades, de Thackeray; comenzó a leer Pandenniso y cerro el libro a la vigésima
página, pensando: “Lo ha dicho todo en la ferias de las vanidades; por lo
visto, no hay nada más, y no debo seguir leyendo”. “Cada libro que leo
–afirmaba- me libra de la necesidad de leer cientos de ellos”.
La gimnasia, el trabajo
físico y la lectura constituían las ocupaciones personales de Rajmetov. Pero,
al regresar de Petersburgo, en dichas ocupaciones invertía tan solo una cuarta
parte de su tiempo. El resto lo dedicaba a asuntos ajenos o de índole general,
observando siempre el mismo principio que en la lectura: no perder tiempo en lo
accesorio o con gente de segundo orden; prestar atención únicamente a personas
de valía, que de por si hacían cambiar los asuntos accesorios y modificaban a
la gente dirigida. Fuera de su círculo,
por ejemplo, no entablaba relaciones sino con hombres que influían sobre otros.
Quien no fuese una autoridad para varios individuos no podía hablar con él.
Rajmetov decía: “Dispénseme, no tengo tiempo”, y se marchaba. De igual manera,
la persona con quien el quisiera relacionarse no podía evitarlo. Rajmetov se
presentaba ante ella y exponía sus pretensiones con este preámbulo: “Quiero
conocer a usted. Me hace falta. Si ahora le importuno, señáleme otra hora”. No
prestaba la menor atención a los pequeños problemas de los demás, aunque fuesen
sus amigos más íntimos quienes recabaran su interés: “No tengo tiempo” –decía
volviendo la espalda. Pero, aunque nadie se lo pidiera, se interesaba por las
cuestiones serias que, a su juicio, lo merecían: “Es un deber mío” –afirmaba. Y
en tales casos hacia y decía cosas imposibles de imaginar. El modo en que nos
conocimos puede servir de ejemplo. Yo tenía ya alguna edad y experiencia; de
vez en cuando, se reunían en mi domicilio cinco o seis jóvenes de mi provincia,
por cuya razón yo encerraba ya cierto valor para él: aquellos jóvenes me
estimaban sabiendo que les correspondía. Por este motivo, mi nombre había
llegado a oídos de Rajmetov. Yo, en cambio, no tenia de él la menor noticia la
primera vez que le vi en casa de Kirsánov, poco después de regresar de su
peregrinación. Cuando llegó, yo estaba ya allí, y era la única persona de la
tertulia a quien el no conocía. Apenas entro, se llevó a Kirsánov a un lado y,
señalándolo hacia mí con la mirada, le dijo unas palabras. El dueño de la casa
le dio una breve respuesta y se separó del él. Un minuto más tarde, Rajmetov se
sentó frente a mí, al otro extremo de una mesita junto a un diván y desde tan
corta distancia me miró fijamente a la cara. Yo me enfadé y arrugue el
entrecejo al notar que me examinaba con el desembarazo de quien contempla un
retrato. Mas él no hizo caso. Después de observarme dos o tres minutos, me
dijo: “Necesito conocerle. Sé quién es usted, y usted no sabe quién soy yo.
Pregunte a Kirsánov o a cualquiera de los presentes en quien usted tenga más
confianza”. Dicho esto, se levantó y se fue a la habitación contigua. “¿Quién
es este chisco?” –inquirí. ”Es Rajmetov. Quiere que pregunte usted si merece
confianza (la merece, sin duda) y atención (vale más que todos nosotros
juntos)” –respondió Kirsánov, y los demás asintieron. Al cabo de cinco minutos,
Rajmetov volvió a la habitación donde nos hallábamos todos. Estuvo bastante
tiempo sin hablar conmigo, y con los demás hablo poco: la conversación carecía
de valor científico. “¡Oh!, son ya las diez –exclamo al poco rato-. A las diez tenía
que estar en otro lado. Señor –dirigióse a mí-, debo decirle unas palabras.
Cuando me llevé al dueño aparte para preguntarle quién era usted, le indiqué
con la mirada porque, de uno u otro
modo, notaria usted lo que yo preguntaba. Por consiguiente, hubiera sido inútil
no hacer los gestos naturales al preguntar tal cosa. ¿Cuándo estará usted en su
casa para que vaya a verle?” Yo no tenía ganas de trabar nuevos conocimientos,
y aquella impertinencia me fastidiaba. “En casa solo estoy por la noche”
–contesté. “Pero ¿pasa la noche en su domicilio? ¿Cuándo llega?” –“Muy entrada
la noche”. –“¿A qué hora?” –“A las dos o a las tres”. –“Me es igual; dígame
cuándo puedo ir”. –“Si tanto lo necesita, venga pasado mañana a las tres y
media de la madrugada”. –“Por supuesto, debo interpretar sus palabras como una
burla y una grosería. Pero tal vez obre usted impulsado por motivos que incluso
merezcan mi aprobación. En uno u otro caso, pasaré a verle pasado mañana a las
tres y media de la madrugada”. –“No, ya que está tan decidido, vaya más tarde:
permaneceré en casa toda la mañana, hasta las doce”. –“Muy bien, llegaré a las
diez. ¿Estará usted solo?” –“Si”. –“Bueno”. Vino a verme y, sin andarse por las
ramas, me habló del asunto que le había incitado a conocerme. Conversamos cosa
de media hora. ¿De qué tratamos? Da igual. Bastaba que él afirmase. “Es
necesario”, para que yo respondiera que no. Y si él me decía: “Está usted
obligado”, replicaba yo: “De ninguna manera”. A la media hora dijo:
“Evidentemente es inútil continuar. ¿Está usted convencido de que merezco plena
confianza?” –“Si, todos me lo han asegurado, y yo mismo lo veo”. –“¿Y a pesar
de todo se mantiene usted es sus trece?” –“Si”. –“¿Sabe lo que se deduce de esto? Que es usted un
embustero o un mal sujeto”. ¿Qué les parece? ¿Cómo había que responder a
semejantes palabras? ¿Desafiándolo? Pero es que hablaba sin animosidad, como el
historiador que juzga fríamente, no por ofender, sino haciendo honor a la
verdad; y era tan extraña su figura, que habría sido ridículo enojarse. Yo me
limite a reírme. “Esas dos cosas no son más que una” –repuse. ”En este caso
no”. –“Entonces quizá sea yo lo uno y lo otro”. –“En este caso es imposible ser
lo uno y lo otro, pero no es posible no ser una de las dos cosas: o usted
piensa y hace lo contrario de lo que dice, y por consiguiente es un embustero,
o piensa y hace lo que dice, y por
consiguiente es un mal sujeto. Es, sin duda, una de las dos cosas. Yo supongo
que la primera”. “Suponga lo que se le antoje” –dije yo y continúe riéndome.
“Adiós. Sepa que sigo confiando en usted, dispuesto siempre a reanudar nuestra
conversación cuando le plazca”.
Pese a su brusquedad,
Rajmetov llevaba completa razón. Hizo bien en comenzar por donde comenzó –pues
antes de abordar el asunto se enteró bien
de quien era yo- y en terminar la
conversación como la terminó. Verdaderamente, yo no le dije lo que pensaba,
autorizándole con ello a llamarme embustero, nombre que, dada la originalidad
de las circunstancias, no podía ser ofensivo ni violento para mí “en este
caso”, como él decía. Y Rajmetov pudo, realmente, conservar su confianza y,
quizá, su respeto hacia mí.
Sí; a pesar de la
rudeza de sus actos, todos quedaban convencidos
de que Rajmetov procedía de la manera más prudente y sencilla.
Pronunciaba sus ásperas palabras y hacia sus tremendos reproches de tal modo,
que ninguna persona juiciosa podía enfadarse y, no obstante su grosería
fenomenal, era, virtualmente, muy fino. Comenzaba todas sus explicaciones
delicadas con un prólogo de este género:
“Usted sabe que voy a hablar sin animosidad personal. Si mis palabras le
desagradan, haga el favor de perdonarlas. Pero yo estimo que no cabe enojarse
por palabras bienintencionadas que no pretenden ofender y que son necesarias.
Por otra parte, tan pronto como le parezca inútil continuar oyéndome, me
callare. Tengo como regla exponer mi opinión siempre que debo hacerlo, pero
nunca la impongo”. En efecto, no la imponía. Era imposible evitar que él, cuando
consideraba preciso, le anticipase a uno el resumen de su criterio de modo que
no quedase lugar a dudas acerca de lo
que quería decir; pero lo expresaba en poquísimas palabras y después
preguntaba: “Ahora ya sabe usted cual sería el contenido de nuestra
conversación. ¿Cree usted que vale la pena de que hablemos?” Si uno respondía
que no, él se iba, haciendo una inclinación.
Así hablaba y así
llevaba sus asuntos, que eran innumerables aunque ninguno le concernía
personalmente. Nadie negaba que Rajmetov no tenía asuntos personales; pero
¿de qué se ocupaba? El círculo no lo sabía.
Notaba tan solo que andaba siempre atareado. Paraba poco tiempo en su casa e
iba de un lado para otro, casi siempre a pie. Sin embargo, recibía muchas
visitas: a veces la misma gente, y a veces gente nueva. A tal fin tenía por
costumbre estar siempre en su casa de dos a tres, hablando de sus asuntos
mientras comía. Pero muy a menudo se pasaba unos cuantos días sin aparecer por
casa. En tales ocasiones recibía a los visitantes uno de sus amigos, fiel en
cuerpo y alma y callado como un sepulcro.
Dos años después del
momento en que lo vemos sentado en el gabinete de Kirsánov examinando la
interpretación newtoniana del Apocalipsis, se parcho de Petersburgo diciendo a Kirsánov
y a los dos o tres amigos más íntimos que ya no le quedaba nada que hacer allí,
que había hecho todo cuanto estaba de su parte, que solo dentro de unos tres
años podría volver a hacer algo y que,
como tenía libre los tres años en cuestión, pensaba aprovecharlos como mejor le
pareciera para su actividad futura. Posteriormente supimos que había ido a su
finca y, después de vender por unos treinta y cinco mil rublos las tierras que
le quedaban, fue a Kazán y a Moscú, donde dio a sus siete protegidos cerca de
cinco mil rublos para que pudieran terminar sus estudios. Ahí acababan las
noticias fidedignas. Desconocíamos a dónde fue después de su estancia en Moscú.
Cuando pasaron algunos meses sin que se conociera su paradero, las personas que
sabían cosas desconocidas para los demás dejaron de ocultar lo que, a petición
de Rajmetov, tuvieron callado mientras él estuvo entre nosotros. Entonces supo
nuestro circulo que Rajmetov protegía a varios estudiantes; conoció también la
mayor parte de los asuntos personales descritos por mí y muchas historias que,
lejos de explicar totalmente la personalidad de aquel hombre, lo hacían más
enigmático para toda la tertulia, causaban extrañeza o contradecían de medio a
medio la idea del grupo, que le creía impenetrable para todos los sentimientos
personales y falto, por así decirlo, de un corazón propio, que latiese al calor
de sensaciones íntimas. Huelga referir todas estas historias. Contare tan sólo
dos: una que hablaba de su rudeza; otra que refutaba la anterior opinión del
circulo acerca de él. Ambas se las oí a Kirsánov.
Un año antes de su
segunda (y acaso la última) salida de Petersburgo, Rajmetov dijo a Kirsanov:
“Deme una buena cantidad de ungüento para las heridas”. Kirsanov le dio un
enorme bote, creyendo que era para llevarlo a algún taller de carpintería o de
otro oficio donde abundan las cortaduras. A la mañana siguiente, la patrona de
Rajmetov, terriblemente asustada, corrió en busca de Kirsánov: “Señor médico,
no sé lo que le pasa a mi huésped; lleva mucho tiempo sin salir de su cuarto;
tiene la puerta cerrada. Mira por la rendija, lo vi ensangrentado y me puse a
gritar, pero él me dijo desde dentro: “No se asuste, Agrafena Antónovna”. ¡Cómo
no iba a asustarme! ¡Sálvelo, doctor! Temo que se muera. Ese hombre no tiene
compasión de sí mismo”. Kirsanov acudió a la carrera. Abrióle la puerta
Rajmetov con su lúgubre y amplia sonrisa, y ante los ojos del visitante se presentó
un espectáculo capaz de asombrar no solo a la patrona. La camisa de Rajmetov
–se hallaba en ropas menores- estaba ensangrentada por la espalda y los
costados; debajo de la cama había sangre y el fieltro que le servía de colchón
estaba también empapado. Cientos de clavos cabeza abajo atravesaban el fieltro,
asomando casi media pulgada. Rajmetov había pasado la noche tendido sobre
ellos. “¿Qué es esto?” –profirió Kirsanov horrorizado. “Una prueba necesaria.
Parece inverosímil, ni que decir tiene. Pero es necesaria. Ya he visto que
puedo”. Aparte de lo descrito, es de suponer que la patrona hubiera podido
contar muchas originalidades de Rajmetov; mas la vieja, sencilla y agradecida,
le tenía un afecto extraordinario y hubiera sido imposible sacarle nada.
Incluso en esta ocasión, fue a llamar a Kirsanov porque el propio Rajmetov se
lo permitió para tranquilizarla y para que dejase de llorar pensando que él
quería matarse.
A los dos meses
aproximadamente –el caso referido sucedió a fines de mayo- Rajmetov desapareció
por una semana, o quizá más, sin que nadie le diese importancia por ser cosa
habitual en él. Pero ahora, una vez desaparecido Rajmetov, contó Kirsanov cómo
pasó el hombre extraordinario aquellos días, los cuales constituyeron el único
episodio amoroso de su vida. El amor surgió
a resultas de un acontecimiento digno de Nikitushka Lómov. Iba Rajmetov desde
Párgolovo hacia Petersburgo, pensativo y cabizbajo, según su costumbre. Al
pasar junto al Instituto de Silvicultura lo sacó de su ensimismamiento un
angustioso grito de mujer. Miro y vio un coche del que tiraba un caballo
desbocado y al galope. Dentro iba una dama que guiaba el carruaje, pero que
había perdido la dirección al espantarse la bestia. Las riendas arrastraban por
el suelo. El caballo había llegado ya a dos pasos de Rajmetov. Este trato de
atajarle el paso, pero el animal había pasado ya de largo, y nuestro héroe no
tuvo tiempo más que para agarrarse al eje trasero del vehículo, obligándolo a
detenerse y cayendo a tierra él mismo. Acudió gente, ayudó a la dama a apearse
y levantó a Rajmetov, que tenía una herida leve en el pecho y otra más grave en
una pierna, donde la rueda le había arrancado un buen pedazo de carne. La
señora, repuesta ya, ordeno que se lo llevaran a su casa de campo, situada a
cosa de media versta. Accedió Rajmetov porque se sentía débil, pero exigió que
mandasen inmediatamente por Kirsanov y no por otro médico. Kirsanov considero
leve la herida del pecho, pero halló al paciente bastante agotado por la pérdida
de sangre. Rajmetov guardó cama diez días, atendido por la persona a quien
salvó. Como su estado le impedía hacer otra cosa, no tuvo más remedio que
quedarse allí y hablar con ella, pues de todas maneras el tiempo se perdería
inútilmente. Era la dama que frisaba en los diecinueve años, nada pobre,
independiente en absoluto, discreta y buena. Los inflamados discursos de Rajmetov
–que no versaban sobre el amor, por supuesto- la encantaron. “Lo veo en sueños
circundado por un nimbo” –dijo a Kirsanov. Rajmetov también se enamoró.
Juzgando por la indumentaria y por otros signos exteriores, la señora le creyó
absolutamente pobre; por eso fue la primera en declararse y proponerle el
casamiento cuando, al undécimo día, el herido se levantó y dijo que podía marcharse a su casa. “He
sido con usted más franco que con otras personas. Ya comprenderá que hombres
como yo no tienen derecho a ligar la suerte de nadie a la suya”. “Cierto
–repuso ella-; usted no puede casarse. Pero hasta que tenga que dejarme,
ámeme”. –“No, no puedo hacer ni siquiera eso. Debo ahogar el amor en mí. Mi
amor por usted me ataría las manos. Es más, las tengo ya atadas y tardaran en
desatárseme, pero yo las desataré. No tengo derecho a amar”. ¿Qué fue de esa
señora? En su vida debió producirse un viaje: probablemente se convertía
también en una persona extraordinaria. Quise enterarme y no lo conseguí.
Kirsanov no me dijo el nombre de ella ni conocía su suerte porque Rajmetov le
había pedido que no fuera a verla ni se interesase por su paradero. “Si llega a
mis oídos que tiene usted alguna noticia de ella –le dijo- no resistiré a la
tentación de preguntarle, y eso no está bien”. Al enterarse de la historia en
cuestión, todos recordaron que en la época en que esto ocurría, Rajmetov se mostró
más sombrío que de costumbre durante mes y medio o dos meses, no se enardecía
contra sí mismo cuando le echaban en cara su abominable debilidad, es decir, el
tabaco, ni sonreía con la mima dulzura cuando le halagaban dándole el nombre de
Nikitushka Lómov. Yo recordé algo más: aquel verano, cierto tiempo después de
nuestra primera conversación, hablo tres o cuatro veces conmigo y me tomo
cariño porque, estando los dos solos, me reía de él. Como respuesta a mis
burlas, se le escapaban palabras como estas: “Compadézcase de mí, lleva usted
razón, téngame lastima. Al fin y al cabo tampoco yo soy una idea abstracta,
sino una persona que quisiera vivir. Pero no importa, todo pasará”. En efecto,
todo pasó. Sin embargo, ya bien entrado el otoño, repitió estas mismas palabras
una vez en que lo importuné demasiado
con mis burlas.
El lector perspicaz
supondrá que sé de Rajmetov más de lo que digo. Tal vez. No osare contradecirle:
es muy sagaz. Pero si, verdaderamente, lo sé, da lo mismo: ¡cuántas cosas se
yo, oh lector clarividente, de las que no te enteraras jamás! Ahora bien, lo
que ignoro lo ignoro. ¿Dónde está ahora Rajmetov, qué ha sido de él, lo veré
alguna vez? De esto no tengo más noticias ni hago más conjeturas que las que
tienen y hacen todos sus conocidos. Cuando trascurrieron tres o cuatro meses de
su desaparición de Moscú sin que se oyera una palabra acerca de él, supusimos
todos que se había marchado de viaje por Europa. La suposición era cierta, al
parecer. La confirma, por lo menos, una hecho: al año de la desaparición de
Rajmetov, un conocido de Kirsanov vio en el ferrocarril de Viena a Múnich a un
joven ruso, quien dijo que había recorrido las tierras eslavas trabando
contacto con todas las clases; en cada país había permanecido el tiempo
necesario para estudiar el ambiente, las costumbres, el modo de vida, las
instituciones públicas y el grado de bienestar de los principales sectores de
la población; a tal efecto, había vivido en ciudades y aldeas e ido a pie de
pueblo en pueblo; posteriormente, estudio de igual manera a los rumanos y a los
húngaros, recorrió el Norte de Alemania, desde donde regresó al Sur, a las
provincias germánicas de Austria. En aquel momento se dirigía hacia Baviera;
desde allí seguiría hasta Suiza por Wurtemberg y Baden para pasar a Francia,
país que pensaba recorrer igual que los anteriores. De Francia se trasladaría a
Inglaterra, invirtiendo en ello otro año más. Si le quedaba tiempo, vería a los
españoles y a los italianos, y si no, se quedaría son verlos, porque esto no
era tan “necesario”, mientras que los países antes citados debía visitarlos
“necesariamente”. ¿Para qué? “Para tener una idea”. Dentro de un año tendría
“necesidad” de ir a los Estados Unidos de América del Norte, cuyo estudio le
era más “necesario” que el de ningún otro país. Allí se quedaría largo tiempo,
quizá más de un año o acaso para siempre si hallaba asunto en que ocuparse,
pero lo más probable era que regresase a Rusia porque, al parecer, su presencia
seria “necesaria” allí, si no inmediatamente, dentro de tres o cuatro años.
En aquel joven, todo
recordaba a Rajmetov, incluso la contante repetición de la palabra “necesario”,
que había quedado en la memoria del que esto relataba. La edad, la voz y las facciones del muchacho,
según recordaba la persona en cuestión, eran muy semejantes a las de Rajmetov.
Pero esta persona no presto entonces una atención especial a su acompañante,
quien, por otra parte, no lo fue más que dos horas: subió al tren en una
pequeña ciudad y se apeó en un villorrio. De ahí que nuestro informante no
pudiera describir su aspecto sino de una manera demasiado general, que excluía
toda certeza. Por lo visto de trataba de Rajmetov, mas ¿quién podía asegurarlo?
Tal vez no fuera él.
Corrió también el rumor
de que un muchacho ruso, antiguo terrateniente, se presentó a ver al más
eminente de los pensadores europeos del siglo XIX, un alemán, padre de la nueva
filosofía, y
le dijo: “Tengo treinta mil taleros. Necesito tan solo cinco mil. Le ruego que
se quede con el resto” (el filósofo vivía muy pobremente). “¿Para qué?” –“Para
editar sus obras”. Como es de suponer, el filósofo rehusó la oferta. Pero el
muchacho paso el dinero a su nombre en un banco y le escribió: “Haga con él lo
que le parezca; tírelo al rio si quiere,
pero no podrá usted devolvérmelo porque no me encontrará”. Según
rumores, el dinero continúa en el banco. Si todo esto es verdad, no cabe duda
de que el joven que fue a ver al filósofo era Rajmetov.
Esta persona es la que
encontramos ahora sentada en el gabinete de Kirsánov.
Era un hombre
extraordinario, un ejemplar de una especie muy rara; y si lo he descrito tan
minuciosamente, lector perspicaz, no ha
sido para enseñarte el modo correcto (desconocido para ti) de tratar a los
individuos de esta especie: no veras ni
a uno de ellos; tus ojos, lector perspicaz, no están hechos para ver a personas
semejantes; para ti son invisibles; las ven únicamente los ojos honrados y
valerosos. La descripción de este hombre sirve para que, aunque sea de oídas,
sepas que existe gente así en el mundo. Y en cuanto el servicio que la
descripción presta a las lectoras y a los lectores sencillos, ellos mismos lo
saben.
Las personas como
Rajmetov son ridículas y peregrinas. Al decir que son ridículas, me dirijo a
ellas, porque me producen lastima; me dirijo también a los seres generosos, que
las admiran, y les digo: “No les sigáis, ¡oh, nobles gentes!, que el camino por
el que quieren llevaros es pobre en
alegrías”. Pero los seres generosos desoyen mi voz y replican: “No, no es
pobre; es muy rico, y aunque sea pobre el algunos trayectos, éstos son cortos,
y tendremos suficiente energía para atravesarlos y entrar en espacios
infinitos, abundantes en alegrías”. Como verás, lector perspicaz, no es para
ti, sino para otra clase de gente para quien digo que las personas como
Rajmetov son ridículas. A ti, lector perspicaz, te diré que no son malas, pues
si no te lo digo, quizá no lo comprendas por tu cuenta. Sí, son buenas. Hay
pocas, pero gracias a ellas florece la vida de las demás, que sin esas personas
se ahogaría y se agriaría; hay pocas, pero gracias a ellas respira todo el
mundo, que sin ellas se asfixiaría. La masa de seres honrados y bondadosos en
grande, pero los hombres de la especie de Rajmetov escasean; éstos son en la
masa lo que la teína en el té y el bouquet en el vino generoso: les dan fuerza
y aroma; son la flor de la buena gente, el motor de los motores, la sal de la
sal de la tierra.